En primer lugar, vierte la maicena en un bol y dilúyela en 150 ml de leche desnatada. Para que no queden grumos, ayúdate de una cuchara y remueve hasta que quede bien disuelta.
A continuación, pon una sartén al fuego y añade una cucharada de aceite y sofríe la cebolla cortada en dados muy pequeños. Déjalo pochar hasta que la cebolla comience a adquirir un tono dorado. Una vez esté, incorpora la leche que habías reservado y deja que se caliente a fuego lento sin que llegue a hervir.
Es precisamente en este punto cuando tienes que verter la mezcla de maicena y leche que has elaborado al principio. Y ahora, llega el momento más laborioso pues tienes que estar removiendo la mezcla sin descanso a la vez que añades la sal, la pimienta y la nuez moscada.
Ahora sí que tienes que dejar que la salsa llegue a ebullición para que coja consistencia. Sin embargo, no debes dejarla demasiado tiempo al fuego para que no espese demasiado pues tienes que tener presente que a medida que vaya enfriándose, la bechamel irá cogiendo más cuerpo, por lo que corres el riesgo de que se convierta en un “mazacote”.
Como tip, déjanos recomendarte de que si la bechamel te queda con grumos, no dudes en batirla y volverla a calentar para conseguir esa textura cremosa que tanto te gusta.